Con
motivo del Mes Misionero Extraordinario, que se celebrará en octubre de 2019 y
que lleva por lema: “Bautizados y enviados: La Iglesia de Cristo en Misión en
el Mundo”, iremos presentando testimonios misioneros que se publicarán al mismo
tiempo en el Semanario diocesano: La Verdad.
Este
primer testimonio es del misionero navarro Celestino Aós, Administrador
Apostólico de la Arquidiócesis de Santiago de chile.
San
Francisco de Javier era referente misionero para todos nosotros los niños y
jóvenes navarros de aquellos años: “Prenda en nosotros/ de su alma la fe/ que
como él apóstoles/ queremos ser”; cantábamos en la escuela y en la Iglesia y
también en nuestras casas.
Siempre,
detrás de una vocación misionera, está el misterio: ¿por qué yo sí y mis
hermanos o esos compañeros no? Y si algunos guardan el recuerdo de una
experiencia o un hecho que los enfocó y animó hacia el seminario, otros fuimos
sintiendo dentro esa “vocación” poco a poco como algo natural; claro que hay
momentos y acontecimientos más significativos…
Por
Artaiz llegaban los frailes capuchinos a predicar y confesar, a pedir limosna y
a buscar candidatos; y en Artaiz estaban las familias y la figura del Hermano
no sacerdote, fray Fermín de Sarriés (José Antonio Braco), y la figura del
capuchino sacerdote, el P. Pablo de Zabalzeta (Francisco Javier Cabodevilla). Y
Dios pasó y me invitó a “ir al seminario”, con sueños e ilusiones de ser
misionero. El Seminario Seráfico de los Capuchinos en Alsasua fue para mí
sorpresa y exigencia, pero también ilusión y compromiso creciente: se trata de
ser “Capuchino, Sacerdote, Misionero y Santo”. Sueña uno con convertir y
convertir multitudes. Día a día se va enriqueciendo el espíritu con el
Evangelio de Jesucristo, con la devoción a la Virgen, y con el acercamiento a
San Francisco de Asís. A las exigencias y sacrificios de los estudios, de la
vida compartida, de la lejanía de la familia se sumaban nuestros sacrificios
personales y nuestras oraciones “todo por las misiones”. Con inyecciones de
fervor por las cartas que los misioneros nos escribían, y por las visitas que
hacían al seminario los que partían a misiones y los que venían de visita desde
ellas. Las conferencias y prédicas, las lecturas y estudios, impactan menos que
los testimonios personales; y testimonios rotundos fueron los misioneros que
venían desde China, tras pasar por la cárcel y sufrir las torturas (fue
precisamente el capuchino obispo de Pingliang Mons. Ignacio Larrañaga quien me
ordenó sacerdote en San Antonio de Pamplona el 30 de marzo de 1968). Otros
llegaban desde Ecuador, Filipinas, Argentina, Chile, Dallas… Junto a esa veta
misionera estaba la otra: la de las misiones populares que se impartían por
nuestros pueblos y ciudades. Yo soñaba con ser misionero de los de primera
línea, de aquellos a los que emocionados y con lágrimas despedíamos cantando
“mañana, en un frágil barco, / me he de engolfar en la mar;/ diré un adiós a mi
patria, / el último adiós quizás. / Por si Dios quisiera que no vuelva más, /
el corazón te dejo Pastora Celestial”. Por eso me emociona leer estas palabras
“Fueron tu misma patria, la Iglesia y la familia de los Capuchinos quienes te
enseñaron y prestaron la necesaria formación. Ordenado sacerdote te ofreciste
para ejercer el ministerio sagrado, preparado para impartir el sagrado
ministerio y enseñar la doctrina. Y dejadas las condiciones de una vida más
cómoda accediste a los pagos de Chile para sembrar en ellos a manos llenas los
beneficios del Evangelio y dedicarles tus iniciativas pastorales y el
ministerio apostólico”. Son palabras de la carta que firmara y me remitiera el
Papa Francisco para mis bodas de oro sacerdotales.
Dios
tiene su tiempo y sus caminos, y Él va entretejiendo nuestra historia personal.
Después de la ordenación sacerdotal nos quedó otro año de estudio de pastoral
en régimen de internado en Tudela, y de allí, la obediencia me colocó en el
Colegio de Lecároz como educador y profesor; volví a Tudela ya como coadjutor,
y para comenzar mis estudios en la universidad de Zaragoza y seguí mi
especialización en psicología en la Universidad Central de Barcelona. No se me
daban mal las clases ni la predicación; pero en 1980 apoyado por una beca de
investigación viajé a Chile; finalizada la beca y con ella la permanencia
autorizada, regresé a Pamplona como rector del Colegio San Antonio de
Extramuros; pasando luego como coadjutor a nuestra Parroquia de San Francisco
en Zaragoza. Y ahí Dios, a través de la obediencia a mis superiores, me llevó a
Chile. Sabía que el trabajo misionero en Chile tenía otras características a
las que imaginé de seminarista, y que no en vano el Espíritu Santo había
reavivado y renovado a la Iglesia, y al mundo, con el Concilio Vaticano II.
“También
allí está Dios, Dios está en todas partes”, me había dicho mi madre al conocer
la noticia de mi destino. Lo saben las madres, y lo deben saber los teólogos y
los missioneiros. Uno no lleva a Dios de bagaje, sino que ya las semillas del
Verbo están, y con interés y reverencia uno debe buscar la presencia de Dios en
esas realidades y gentes. Debe vivir su servicio misionero con generosidad y
alegría: el gozo de compartir la Buena Noticia de Jesús. ¡No hay auténtica
misión sin alegría! Y sin desafíos y búsquedas. “Doce oficios, trece miserias”
dice el refrán de nuestros mayores. Pasé por más de doce oficios: coadjutor y
párroco, superior y ecónomo de varias Comunidades Capuchinas, conferenciante y
profesor, comunicador de radio, periódico y televisión; y en años y años
prestando servicios de psicólogo tanto en la consulta particular como en los
hogares de menores y aun las cárceles; y tuve que escoger siempre el servicio
humilde y el estilo delicado y generoso porque entendí que así Dios me quería
su testigo y misionero. Llegaron luego otras tareas: profesor en el seminario
mayor, vicario episcopal de la Vida Religiosa Femenina en Valparaíso, Promotor
de la Justicia y Juez en tribunales para las causas de canonización, para las
de conductas de sacerdotes ¡y para las causas de nulidades matrimoniales!
Tiempos y servicios en que fui aprendiendo y que quise plasmar cuando trataba
de organizar el estudio de psicología en la Escuela de Diáconos Permanentes
(las cualidades del servidor, el deseo de felicidad y la religión, la
satisfacción y el éxito en la vida, el sufrimiento y el fracaso en el
ministerio, la pastoral y ayuda especial a los que presentan problemas y
patologías psicológicos, el acompañamiento en situaciones irregulares, etc.).
De pronto, cuando parecía que el asunto cuajaba y marchaba adelante, Dios a
través de la obediencia pedía otra tarea. Y a veces aceptar el cambio era no
sólo desconcertante sino doloroso. En Longaví estuve un año, sirviendo las
treinta capillas rurales y padeciendo la muerte del compañero sacerdote; Los
Ángeles me tuvo primero nueve años y más tarde otros dos, en Viña del Mar viví
quince años. Diría que los ministerios más difíciles y dolorosos estuvieron en
el acompañamiento a los enfermos de Sida (inicios en que se los temía y
excluía, tanto que eran rechazados en residencias y parroquias y el grupo se
reunía sin identificarse como tales enfermos), las mujeres maltratadas y
prostitutas (principalmente en la cárcel de alta seguridad), y el dolor ante
algunos procesos a sacerdotes…Venía de vacaciones a España para celebrar mis
bodas de oro de profesión capuchina, y ya mi calendario rondaba los setenta
años y Dios, a través de la Iglesia, me envió al desierto de Atacama: “Por eso,
recibiste de Nos, la Comunidad de Copiapó para regirla como Obispo, a fin de
que tus obras y trabajos, que ya habías realizado en varias regiones de aquella
nación, alcanzasen a esta Sede Apostólica y fueses un generoso dispensador de
la riqueza de Cristo”, me escribía el santo Padre Francisco hace unos días en
su carta de felicitación por estos cincuenta años de ministerio presbiteral.
Fui
consagrado obispo en Copiapó el 18 de octubre del 2014 y tomé posesión de la
Diócesis el mismo día. ¿Cómo vivir en esos casi ochenta mil kilómetros
cuadrados de desierto que tiene la Diócesis? Desafío interesante e importante
porque una cosa es ver el desierto en los mapas o el internet y otra ¡vivir
allí! ¿Cómo ser obispo de aquellas aproximadamente trescientas mil personas que
se arraciman en ciudades y campamentos mineros, a veces a la orilla del mar y
otras en la altura cordillerana? ¿Cómo animar, orientar y liderar a esos 18
sacerdotes que conforman el presbiterio, y a los diáconos permanentes y las
religiosas que ya trabajan en sus apostolados? Comienza uno pensado y
proyectando ¡y Dios dispone! Fue un inicio doloroso: allí donde llueve tan rara
y escasamente cayó un temporal que se desbordó en diecisiete quebradas
arrasando a su paso poblaciones y dejando cuantiosos daños ¡y el dolor
irreparable de los muertos y desaparecidos! En un enfrentamiento en el
campamento minero El Salvador entre trabajadores y carabineros había muerto un
minero y podía seguir una catástrofe. Así que traté de poner mi empeño para
evitar más dolor y muertes y ser instrumento de paz. Teníamos engalanada y en
las andas la imagen de N. S. de la Candelaria (nuestra Patrona) y un
delincuente le prendió fuego y la quemó junto a la imagen de san Lorenzo
(patrono de los mineros). Regresábamos en la noche desde San Pedro de Atacama y
chocamos a las tres de la mañana en pleno desierto contra un camión (pudimos
partir todos, pero diez quedamos heridos de diversa gravedad, y murió nuestro
chofer. el diácono don Luis q.e.p.d.).
Y
ha habido otros problemas y dolores, corporales y espirituales; pero no debo
seguir entrampándome en lo negativo. Dios nos regala alegrías y gozos enormes
constatando la bondad y generosidad de la gente.
¿Qué
tengo que hacer cómo obispo? Puedo soñar y debo soñar, pero debo cuidar siempre
a los sacerdotes y agentes pastorales; puedo organizar actividades, pero debo
siempre rezar y proclamar: Dios es bueno y misericordioso. Jesucristo nos
regaló a la Virgen María como Madre y bajo su amparo estamos.
¡Qué
grande, qué hermosa y qué diversa es la Iglesia! Cuánta distancia exterior entre
Artaiz y Copiapó, y cuánta cercanía porque es la misma fe, el mismo Jesucristo,
la misma Virgen María, la misma misa, la misma confesión… Esta experiencia se
me impone cuando participo en reuniones con otros obispos; la viví en el
hermoso encuentro de obispos misioneros navarros que San Fermín, a través del
Sr. Arzobispo de Pamplona, Mons. Francisco Pérez González, nos regaló: una sola
fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre.
La
misión no es propaganda ni proselitismo; la misión nace y se cumple por amor a
Jesucristo y a los hombres. De unos navarros que amaban a Jesucristo salieron
los misioneros. Navarra tendrá misioneros en la medida en que ame a Jesucristo.
Si te dejan en el desierto, en aquella inmensidad, te sientes pequeño,
minúsculo ¡pero tienes a Dios! Si parece que el mundo es enorme y los problemas
son tan abrumadores que nos aplastan ¡no os dejaré solos, estaré con vosotros
hasta el fin del mundo! Lo sabían y lo vivieron nuestros abuelos y nuestros
padres, que vivieron tiempos de exigencia, dificultad y tragedia. Ellos tenían
como un tesoro su fe y nuestras familias nos la trasmitieron; gracias a ellos,
y gracias a todas las familias que viven y trasmiten su fe. Cada cristiano es
una bendición para la Iglesia y para la humanidad; cada misionero navarro es
una bendición para la Iglesia ¡y para Navarra! Sé que Jesucristo está en esta
Navarra que se nos hace desconcertante porque va ganando en desarrollo material
y parece precipitarse en el empobrecimiento y la miseria moral.
Me
conforta contar con el cariño, la amistad y la oración de muchas personas
buenas. Así me animo en el empeño que estampé como lema de mi episcopado (y que
ya tenía desde mi ordenación sacerdotal): “amar y servir”. Lo he dicho:
servicios de una y otra forma he realizado, pero me queda la gran pregunta:
¿amo a las personas todo lo que debo, lo que Jesús espera de mí? Quiero que
conozcan a Jesucristo y lo amen; y me convenzo cada día más de que para ser un
misionero que ayude a otros a convertirse, debo ser yo el primero en
convertirme. Quiero conocer, respetar y amar a las personas, especialmente a
las de la Diócesis que se me encomienda. Y porque sé que amar no se reduce a
sentimientos ni buenas palabas escribí en el recordatorio de mis bodas de oro
sacerdotales la frase de San Francisco de Asís: “Tus actos pueden ser el único
sermón que algunas personas escuchan hoy en día”. Quiero así continuar
realizando el programa de ser “capuchino, sacerdote, ¡misionero!, y santo”.
+Celestino Aós, OFMCap,
Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de
Santiago de Chile