Los
Evangelios son un mapa del corazón humano, en ellos encontramos un reflejo de
las luchas, los fracasos, las esperanzas, las conquistas, las incoherencias y
la respuesta al amor que todos estamos buscando; y, al mismo tiempo, es un mapa
del corazón de Dios… pero aquí viene lo más increíble: si doblas ambos mapas y
los pones uno encima del otro descubrirás que es el mismo.
Desde
la fe, cuando haces una re-lectura de tu vida, descubres que tu historia
personal es Historia de Salvación, con todo lo que en ella hay… “con todo lo
que en ella hay”. Ninguna herida, ningún fracaso, ni una sola de tus sombras
están fuera de esta verdad reveladora. Del mismo modo que, como sucede en un
cuadro, la luz tiene más relieve y belleza en medio de la oscuridad, así ocurre
con nosotros. No obstante, siguiendo con el ejemplo del cuadro, hace falta
tomar cierta distancia de la obra para dejar de percibir los destalles y poder
verla en su conjunto. La oración nos sitúa a esta distancia de nuestra vida
para percibir mejor el conjunto.
Hablando
de distancias y percepción, hay otra experiencia reveladora que nos ayuda a
percibir el milagro de nuestra historia personal: el sufrimiento (no podemos
dejar de pensar que durante el año algunos de nuestros misioneros y misioneras viven
situaciones muy duras).
Jesús
de Nazaret es el mejor ejemplo de este paradigma. Cada golpe que la vida nos
propina se asemeja al golpe que da el escultor, con la gavia, sobre la talla de
madera. Si tomamos suficiente distancia de nosotros y nos vemos desde la mirada
del escultor percibimos la obra que está haciendo en nosotros y cómo poco a
poco nos va tallando a golpes de luz y sombras. Solo entonces entendemos que es
necesario que la vida desprenda de nosotros aquello que no forma parte de
nuestra obra maestra; porque somos eso: una obra maestra en manos del maestro.
Puede que el sufrimiento sea la manera que tiene Dios de alzar la voz en un
mundo de sordos, o de ensordecidos con tantos ruidos.
Este
es el mensaje que debe traducirse a todos los idiomas, en todos los contextos,
sobre todo en el digital, por su capacidad de desbordamiento: “nuestra historia
personal es Historia de Salvación con todo lo que en ella hay…. con todo lo que
en ella hay”.
Este
es el fundamento de la Misión, que es nuestra Misión, que es la Misión de la
Iglesia. Este es el mensaje del que estamos llamados a ser testigos. Pero no por un acto de voluntad, de buena
voluntad, ni siquiera como consecuencia de un compromiso incondicional; ni
mucho menos como consecuencia de un “trueque religioso”: nosotros hacemos por Dios y Dios por nosotros. Nuestro testimonio es la respuesta irremediable de quien
ha sido amado, perdonado, redimido… por Dios. Por tanto, ante la pregunta: ¿por
qué te has vuelto un “loco de Dios”? la única respuesta posible es: “porque
irremediablemente no puedo hacer otra cosa”. ¿Cómo voy a juzgar a nadie con lo
que se me ha perdonado? ¿Cómo no voy a compartir con todo lo que la vida me ha
dado sin merecerlo? ¿Cómo no voy a reconocer al prójimo como hermano cuando
Dios se me ha revelado como Padre… que ama como una madre? Puede que a esta
experiencia se refiera el apóstol cuando nos recuerda que “por nuestras obras
nos reconocerán”. Podríamos atrevernos a decir que son nuestras obras las que
evidencian el paso de Dios por nuestra vida; y esto es fruto de la acción del
Espíritu en nosotros, que cuenta con nuestra voluntad, pero no como punto de
partida si no como respuesta irremediable.
La vida de cada misionero o misionera es un
salmo que canta, en medio de lo cotidiano, esta Historia de Salvación, esta
manera inconcebible de amar de Dios que se hace grande en lo pequeño y
sabiduría en la necedad humana. Los misioneros y misioneras dan vida a las
parábolas de Dios y muestran que éstas, lejos de ser simples “mensajes”, son
palabra encarnada.
Cada
misionero y misionera, con sus vidas, recrean, día a día, aquella noche en
Belén, donde Dios decide encarnarse en medio de la debilidad humana, como hace
hoy de nuevo. Sus labores, en tierras de misión, evidencian ese amor tan
pequeño, como un grano de mostaza, que llega a ser un gran árbol dónde todos
están llamados a encontrar cobijo, como así es nuestra Santa Madre Iglesia. Iglesia
que, como cada uno de nosotros, vive en carne propia su historia como Historia
de Salvación… “con todo lo que en ella hay”.
Cada
misionero y misionera constituyen un compromiso ineludible con la vida en todo
su conjunto: con cada hombre, mujer y niño; con toda la naturaleza y sus
criaturas, haciendo de la Creación un himno de amor que estamos llamados a
cantar al unísono.
¡Feliz
Navidad! ¡Feliz encarnación del amor de
Dios!
¡Paz
y bien a los hombres y mujeres de buena voluntad!