Si
has hecho una experiencia de voluntariado junto a una misionera o misionero,
¿no te ha pasado que el tiempo, ajeno a tus deseos, ha corrido en exceso? ¿No
has tenido la sensación de haber estado junto a una mujer o un hombre de Dios,
extraordinarios por no serlo? ¿No se te ha clavado, como un pequeño aguijón en
el pecho, la certeza de que “es posible”… lo que Jesús quiso que viviéramos es
posible? ¿No has venido con la certeza de que has recibido más, mucho más, de lo que
pensabas dar… el ciento por uno? ¿No se te ha ensanchado el pecho desbordado de
emociones porque la esperanza te ha mirado de frente? ¿No te faltan las
palabras para describir lo vivido?
Guarda
estas cosas en tu corazón y llévalas a la oración, comparte tu experiencia y pregúntate:
¿por qué se me habrá dado este regalo?
(Para
una canción recitada)
Al
verle la cruz
desnuda
y sencilla sobre su pecho,
la
sonrisa fácil, las manos callosas
y
la mirada profunda y sin velos.
Al
verle canturreando un salmo
y
el tiempo derramándosele
como
agua entre los dedos,
lo
supe: era uno de ellos.
Era
uno más sin serlo,
compartiendo
la misma suerte que los lugareños,
con
la humanidad ajada
de
tanto usarse para dar consuelo.
Era
uno más sin serlo,
por
más que quisiera no pretenderlo,
con
el alma encarnada entre sacramentos.
Lo
supe enseguida: era uno de ellos.
¡Tenía
delante a un misionero!
Lo
supe cuando ya partía
sin
apenas haber llegado,
así
de cruel es el tiempo
con
quien queriendo amar es amado.
Lo
supe entonces y lo sé ahora,
jamás
lo podré olvidar:
que
se pierde lo que no se da,
que
quien no se da… no
lo entiende.