Carta de Navidad de Mons.. Francisco Pérez, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela.
Cuando
era niño recuerdo con gran gozo las fiestas de Navidad. Eran días llenos de un
admirable recuerdo del Niño Dios. Preparaba con mi familia el Belén en uno de
los rincones de nuestra humilde casa. Buscábamos las formas mejores para
adecentar el ambiente de las figuras que miraban hacia el Portal de Belén. Las
luces intermitentes de varios colores daban la impresión que estábamos
celebrando una fiesta llena de paz y amor. No faltaban los momentos de oración
que hacíamos, de modo sencillo, con mis hermanas y con mis padres mirando el
misterio más impresionante del Hijo de Dios que se hizo igual a nosotros,
excepto en el pecado, y que reflejaba en su rostro todo su amor por nosotros
los seres humanos.
En
las familias se sentía la alegría que venía musicalizada con los alegres y
gozosos villancicos. No faltaban los manjares y dulces de los mazapanes que
acompañaban con gusto saludable a los postres de la comida o cena. Pero lo que
más me admiraba era sentir que festejábamos un evento importante, tan
importante que sentía una presencia especial de Dios que me amaba intensamente.
A medida que iba pasando el tiempo de Navidad notaba que Dios no era una idea o
un puro sentimiento sino un Niño que había nacido en Belén rodeado de los más
humildes y sencillos. Este Niño lloraba o sonría como los demás niños; sentía
el calor o el frío como los más pobres; con sus tiernas manos se frotaba los
ojos como cualquiera de nosotros; dormía y se despertaba con los mismos ademanes
que cualquier ser humano. Y este ¿era Dios? ¡Qué gran misterio y que gran
regalo nos hizo viniendo a estar entre nosotros!
La
Navidad me daba seguridad y por todos nuestros poros se hablaba de paz y en
todos los corazones se sentía mayor amor. Y es que era Dios entre nosotros. Un
Dios sencillo y lleno de ternura. Así comprendí que para “ver a Dios” convenía
ser sencillos y humildes. Recuerdo que un día pasó por mi casa una persona que
había perdido un ser querido. Yo no hacía otra cosa que mirar a mí madre para
ver cómo reaccionaba. Con la sencillez de una madre le consolaba, le abrazaba y
le aconsejaba. Cuál fue mi sorpresa cuando le dijo: “Mira y contempla a la
Virgen que sufrió en Belén y cuando al pie de la Cruz perdió a Jesús… y verás
que ella te ayudará a sobrellevar estos momentos”. No hay consuelo mayor que
vernos reflejados en la vida de Jesús. Lo mismo que hizo en Belén la Sagrada
Familia, eso mismo hace posible que miremos nuestra vida de otra manera y esto
es lo más saludable, tan saludable que da sosiego al corazón. Sólo de los
sencillos y humildes es el Reino de Dios.
Estamos
en Navidad y por mucho que festejemos con las luces de colores o con los
manjares más exquisitos nada hay comparable a la ternura de Dios que se acerca
como un Niño a decirnos: “No tengas miedo, estoy contigo; lo que te pasa en la
vida ya lo he experimentado yo”. Esto me hace recordar a tantos que sufren en
los países en guerra. Basta mirar a Medio Oriente y nos quedamos aturdidos por
las noticias tan atroces que nos comunican. Ellos nos piden que les recordemos
y que les apoyemos con nuestra plegaria para que sepan vencer con fortaleza
todas las situaciones adversas, ante tantas muertes provocadas por el odio y
ante tanta miseria producida por los bombardeos.
Quiero
felicitar la Navidad a todos pero disculpad que lo haga sobre todo a los que
viven faltos de paz, a los que comen lo mínimo una vez al día, ante los que
escuchando los improperios de los asesinos mueren perdonando, ante los que
desamparados de amor entregan su vida por amor, ante los que faltos de
expectativas humanas siguen esperando contra toda esperanza, ante los que
mueren en silencio porque no han tenido posada en este mundo y ante los que sin
saberlo son los preferidos de Dios. ¡¡¡Feliz Navidad a todos por los que ha
venido el Señor!!!