Queridos hermanos y hermanas,
Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a
Jesucristo. Por eso es tan urgente la misión ad gentes, en la que todos los
miembros de la Iglesia están llamados a participar, ya que la Iglesia es misionera
por naturaleza: la Iglesia ha nacido “en salida”. La Jornada Mundial de las
Misiones es un momento privilegiado en el que los fieles de los diferentes
continentes se comprometen con oraciones y gestos concretos de solidaridad para
ayudar a las Iglesias jóvenes en los territorios de misión. Se trata de una
celebración de gracia y de alegría. De gracia, porque el Espíritu Santo,
mandado por el Padre, ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos que son dóciles a
su acción. De alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para
evangelizar el mundo, sostiene y acompaña nuestra obra misionera. Precisamente
sobre la alegría de Jesús y de los discípulos misioneros quisiera ofrecer una
imagen bíblica, que encontramos en el Evangelio de Lucas (10, 21-23).
1. El evangelista cuenta que el Señor envió a los
setenta discípulos, de dos en dos, a las ciudades y pueblos, a proclamar que el
Reino de Dios había llegado, y a preparar a los hombres al encuentro con Jesús.
Después de cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos volvieron llenos
de alegría: la alegría es un tema dominante de esta primera e inolvidable
experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo: «No estéis alegres porque se
os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos
en el cielo. En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo:
“Te doy gracias, Padre” (…). Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
“¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!”» (Lc 10, 20-21.23).
Son tres las escenas que presenta Lucas. Primero,
Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el Padre, y de nuevo
comienza a hablar con ellos. Jesús quiere hacer partícipes a los discípulos de
su alegría, que es diferente y superior a la que ellos habían experimentado.
2. Los discípulos estaban llenos de alegría,
entusiasmados con el poder de liberar a las personas de los demonios. Sin
embargo, Jesús les advierte que no se alegren tanto por el poder recibido,
cuanto por el amor recibido: «porque vuestros nombres están escritos en el
cielo» (Lc 10, 20). A ellos se les ha concedido la experiencia del amor de
Dios, e incluso la posibilidad de compartirlo. Y esta experiencia de los
discípulos es motivo de gozosa gratitud del corazón de Jesús. Lucas ha captado
este júbilo en una perspectiva de comunión trinitaria: «Jesús se llenó de
alegría en el Espíritu Santo» dirigiéndose al Padre y alabándolo. Este momento
de íntima alegría brota de lo más profundo de Jesús como Hijo hacia su Padre,
Señor del cielo y de la tierra, el cual ha ocultado estas cosas a sabios y
entendidos, y se las ha revelado a los pequeños (Lc 10, 21). Dios ha escondido
y revelado y, en esta oración de alabanza, se pone de relieve, sobre todo, lo
revelado. ¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su
Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.
Dios ha escondido todo esto a aquellos que están
demasiado llenos de sí y pretenden saberlo ya todo. Están como cegados por su
propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en
algunos de los contemporáneos de Jesús a los que Él mismo advirtió en varias
ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos
afecta también a nosotros. En cambio, los “pequeños” son los humildes, los
sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y
oprimidos, a los que Jesús ha llamado “benditos”. Se puede pensar fácilmente en
María, en José, en los pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo
largo del camino, en el curso de su predicación.
3. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien » (Lc
10, 21). La expresión de Jesús debe entenderse con referencia a su júbilo
interior, donde la benevolencia indica un plan salvífico y benevolente del
Padre hacia los hombres. En el contexto de esta bondad divina Jesús se
regocija, porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo amor que
Él tiene por el Hijo. Además, Lucas nos recuerda el júbilo similar de María,
«Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador» (Lc 1, 46-47). Se trata de la buena Noticia que conduce a la
salvación. María, llevando en su vientre a Jesús, el Evangelizador por
excelencia, al encontrarse con Isabel, exulta de gozo en el Espíritu Santo, cantando
el Magnificat. Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y, por
tanto, su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en
oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que tiene
lugar, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros y,
por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la
Trinidad.
El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo, su
manifestación, y el Espíritu Santo, su animador. Inmediatamente después de
alabar al Padre, como dice el evangelista Mateo, Jesús nos invita: «Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera» (Mt 11,28-30). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la
vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él
son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento.
Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. Ap. Evangelii
gaudium, 1).
De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha tenido
una experiencia completamente singular y se ha convertido en “causa nostrae
laetitiae”. Y los discípulos han recibido la llamada a estar con Jesús y a ser
enviados por Él a predicar el Evangelio (Mc 3, 14), y así se ven colmados de
alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este río de alegría?
4. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y
abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del
corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de
la conciencia aislada» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la
humanidad tiene una gran necesidad de alcanzar la salvación que nos ha traído
Cristo. Los discípulos son aquellos que se dejan aferrar cada vez más por el
amor de Jesús y marcar por el fuego de la pasión por el Reino de Dios, para ser
portadores de la alegría del Evangelio. Todos los discípulos del Señor están
llamados a cultivar la alegría de la evangelización. Los obispos, como
principales responsables del anuncio, tienen la tarea de promover la unidad de
la Iglesia local en el compromiso misionero, teniendo en cuenta que la alegría
de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la preocupación de anunciarlo en
los lugares más distantes, como en una salida constante hacia las periferias
del propio territorio, donde hay más personas pobres en espera.
En muchas regiones escasean las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada. A menudo esto se debe a la ausencia en las
comunidades de un fervor apostólico contagioso, por lo que les falta entusiasmo
y no despiertan ningún atractivo. La alegría del Evangelio nace del encuentro
con Cristo y del compartir con los pobres. Animo, por tanto, a las comunidades
parroquiales, asociaciones y grupos a vivir una vida fraterna intensa, fundada
en el amor a Jesús y atenta a las necesidades de los más desfavorecidos. Donde
hay alegría, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen las
verdaderas vocaciones. Entre éstas no deben olvidarse las vocaciones laicales a
la misión. Hace tiempo que ha crecido la conciencia de la identidad y de la
misión de los fieles laicos en la Iglesia, así como la sensibilización de que
ellos están llamados a desempeñar un papel cada vez más importante en la difusión
del Evangelio. Por eso es importante una formación adecuada, en vista de una
acción apostólica eficaz.
5. «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). La
Jornada Mundial de las Misiones es también un momento para reavivar el deseo y
el deber moral de la participación gozosa en la misión ad gentes. La
contribución económica personal es el signo de una oblación de sí mismos, en
primer lugar al Señor y luego a los hermanos, para que la propia ofrenda
material se convierta en un instrumento de evangelización de una humanidad que
se construye sobre el amor.
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial
de las Misiones mi pensamiento se dirige a todas las Iglesias locales. “¡No nos
dejemos robar la alegría evangelizadora!” (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 83).
Os invito a sumergiros en la alegría del Evangelio y a alimentar un amor capaz
de iluminar vuestra vocación y vuestra misión. Os exhorto a recordar, como en
una peregrinación interior, el “primer amor” con el que el Señor Jesucristo ha
caldeado el corazón de cada uno, no por un sentimiento de nostalgia, sino para
perseverar en la alegría. El discípulo del Señor persevera en la alegría cuando
está con Él, cuando hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la
caridad evangélica.
A María, modelo de evangelización humilde y alegre,
dirigimos nuestra oración, para que la Iglesia, casa de puertas abiertas, se
convierta en un hogar para muchos, una madre para todos los pueblos y haga
posible el nacimiento de un nuevo mundo.
Vaticano, 8 de junio de 2014, Solemnidad
de Pentecostés
FRANCISCO
Puede leerse y descargarse el Mensaje para la Jornada Mundial de las
Misiones 2014 pinchando aquí